Y
hablando de totalitarismo y de siglo XXI, hay que poner los relojes en
hora. Los tiempos son propicios a los discursos encomiásticos de la
democracia y de la libertad que brinda el mercado y la circulación del
dinero. Se describe un sistema que mantiene en equilibrio el poder del
estado y el control que sobre él ejercen los ciudadanos, mediante la
prensa y los medios de libre expresión, un contrapoder que neutraliza
los excesos del primero y tiende a depurarlo de la corrupción y los
abusos. Es un relato muy lindo, que me gusta creer, pero que está
todavía muy lejos de la realidad que vivimos.
El
problema es que estamos presenciando el desarrollo de un proceso que
puede muy bien llegar a sofocar a ese sistema tan bello que nos
describen, desviarlo y frustrarlo definitivamente, reduciéndolo a una
cáscara ideológica vacía y un cínico discurso justificatorio: es el
ascenso de la plutocracia.
Tenemos
aquí, por un lado, la acusación lanzada por los blancos:
“¡totalitarios!”, por el otro a la izquierda, levantando los brazos al
cielo y clamando inocencia. Pero nadie habla de fenómeno totalitario, de
la importancia de la libertad y de los peligros actuales. No es el
viejo totalitarismo hitleriano o stalinista el peligro que se cierne
sobre nuestras sociedades.
Son
otros los procesos tenebrosos que amenazan nuestra libertad: El
control y monitoreo de nuestras comunicaciones, la invasión de nuestra
reflexión privada (que tiene lugar en gran parte sobre los medios
electrónicos de comunicación), las restricciones a la libertad en nombre
de la “lucha contra el narcotráfico”, la piratería y el terrorismo. Y
las abismales desigualdades generadas por el desarrollo económico, que
extreman la concentración de la riqueza en un polo reducido de
adinerados, que crean las condiciones para el triunfo de la plutocracia.
Las
democracias industrializadas, los países ex comunistas y la China
convergen por distintos caminos hacia una plutocracia, es decir, el
dominio del estado por un pequeño grupo de gente muy rica, que aspira a
servirse del poder estatal para mantener y aumentar su riqueza. El
camino hacia el reino de la plutocracia en EE.UU., Rusia y China no
puede ser más diferente y específico, pero parecen converger a un modelo
con rasgos comunes -- abismales desigualdades sociales, limitación de
libertades, concetración de riqueza y de poder estatal, con poderes
discrecionales para los servicios de seguridad. (El Presidente de EE.UU.
puede mandar matar a quién decida, por ejemplo.) Decir desigualdad no
es decir pobreza, atención, sino pobreza relativa.
Valdría
la pena detenerse un momento a reflexionar en estas cosas, antes de
lanzar fuegos griegos con figurines del siglo XX. Estamos frente al
desarrollo de una aberración del siglo XXI que se edifica, en algunos
casos, dentro de las reglas de la democracia y sirviéndose de ellas. No
sirve oponerle el totalitarismo del siglo XX, ni para remplazarlo ni
para criticarlo. Es un fenómeno en desarrollo, que cambia las reglas de
juego en la sociedad para convertirla en el teatro del reino del dinero
como patrón único y descarnado de las relaciones sociales. Es la muerte
de todos los valores que nos permiten vivir, el pensamiento, la ciencia,
el arte, el amor,
absorbidos y hegemonizados por la riqueza material, es decir, por lo que el dinero puede comprar.
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