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martes, 6 de diciembre de 2016

Murió Fidel

Ni llorar ni festejar

Murió Fidel y nos vimos sometidos a una ducha de imágenes heroicas: el barbudo bajando de la Sierra, entrando en La Habana, discurseando desde su cátedra eterna, sobreviviendo a cientos de atentados, invulnerable como un héroe antiguo, triunfante.
Se mantuvo en el poder absoluto en su isla durante 46 años, conservó su ascendencia y su poder de veto a pesar de la invalidez de la enfermedad, y murió en su cama a los 90 años.
Sus restos fueron cremados a las pocas horas, apresuradamente, vaya uno a saber por qué.
Algunos lo lloran, otros lo maldicen, otros festejan. Los que festejan quizás lo creían inmortal, no sé. Tampoco puedo llorarlo porque no lo conocí como persona, ni maldecirlo porque no creo en la inmortalidad del alma. Podría festejar si esa muerte fuera el fin de la dictadura en Cuba, pero no es el caso, la dictadura sigue, Raúl Castro gobierna, su hijo es jefe del servicio de inteligencia (significa vigilancia y represión) y su yerno maneja la economía. No hay nada que festejar.
Sí creo en la pervivencia del recuerdo, sí creo en la memoria, sí creo en que un sólido conocimiento de la historia nos ayuda a encarar los desafíos del presente y del futuro.
Por eso me parece que la imagen heroica, el culto del héroe Fidel Castro, es una hipoteca sobre nuestro futuro, y que hay que ponerlo frente al espejo de su realidad. Esa realidad es la historia de Cuba en el último medio siglo.

La historia no lo absolverá

Confrontar el mito de Fidel con la historia es una tarea difícil.
Vean el excelente artículo de Enrique Krauze en Letras Libres: “¿La nueva Cuba?” de abril de 2015, con  un buen resumen de algunos puntos claves.
Es una tarea difícil en primer lugar por el espeso velo de falsedades que se han difundido durante medio siglo de propaganda comunista.
Cuba era la tercera economía latinoamericana cuando cae Batista, pero la propaganda describe la miseria de la isla como si fuera Haití. Hoy la economía cubana está en la lona, pero es el resultado de medio siglo de desvaríos e inepcia administrativa, de represión y control omnímodo del estado empresario y administrador, poseedor de todo. El descalabro económico es solo comparable con la corrupción de la burocracia.
Una economía arruinada y una burocracia corrupta es lo que deja medio siglo de discursos heroicos e interminables, medio siglo de consignas, vigilancia y represión.
Una represión de la que se hizo cómplice al pueblo en los CDR (Comités de Defensa de la Revolución, en cada barrio), que vehicula prebendas en un país donde falta todo; una represión que tuvo capítulos aún más infames, como los campos de concentración para homosexuales o el fusilamiento de los rivales de Fidel en el cariño del pueblo (Arnaldo Ochoa, héroe de Angola y Etiopía, fusilado después de un simulacro de juicio en 1989). Una represión que tuvo capítulos abyectos, como la autocrítica de Heberto Padilla y el coro de escritores latinoamericanos que la aplaudieron.
Alguna gente de mi edad, que concibió grandes esperanzas cuando la entrada de los barbudos en La Habana, no puede renunciar a la imagen del guerrillero heroico, una imagen que condujo una parte de sus vidas como modelo y brújula. Peor para ellos. Que lloren a Fidel e ignoren la historia, somos viejos y tenemos derecho a ser chochos, seniles y babeantes. Es la biología.
Pero los jóvenes no. Hay que respetar la historia, aprender de ella. Murió un dictador que supo engañarnos un día, un dictador que nadie derribó, que murió de viejo en su cama, con su poder intacto en su cuerpo exangüe, un dictador que llevó a su país y a su pueblo a la ruina, que lo diezmó, que lo dividió, que lo mortificó con el acto y con la palabra durante un lapso increíblemente largo, más que cualquier otro.
Nos queda restablecer la verdad histórica detrás del velo de la propaganda y también, en nuestro caso, de preguntarnos cómo pudo engañarnos así.

¿Cómo pudo engañarnos así?

Creo que para empezar a responder esta pregunta vale la pena leer el discurso que hizo Fidel Castro en la Explanada Municipal de Montevideo durante su visita en mayo de 1959.
Creo que será difícil encontrar una declaración de fe demócratica, más reformista y más radical que ésta. Era tan puro, tan sincero, tan elocuente, como nunca he escuchado otro igual. Lo mismo dicen de Zelmar Michelini, pero no tenía la aureola heroica de la Sierra Maestra, el riesgo de la vida, la sencillez de la guerrilla, pobre y triunfante. Es casi un eufemismo decir que le creímos. Leánlo.
Hay una cosa más, igualmente importante: nuestro estado de necesidad. La juventud que quería otro horizonte en ese Uruguay de 1959 no tenía nada. Reinaba un gran desencanto político, acababa de perder las elecciones Luis Batlle, desprestigiado por los rumores de corrupción, minado por la huelga estudiantil de Ley Orgánica, y habían ganado Luis Alberto de Herrera y Chicotazo (Benito Nardone), caudillos conservadores y, para mí en esa época, reaccionarios. Un Michelini en las filas de Luis Batlle era una golondrina que no hacía verano. Uruguay estaba en una crisis de estancamiento, todo empeoraba, se venía abajo, andaba mal. Queríamos justicia social y modernidad, no teníamos ninguna de las dos.
En ese año 1959, ya, la Revolución Cubana se fue a baraja, pero nosotros no nos enteramos. Camilo Cienfuegos, revolucionario martiano, humanista, control democrático de Fidel (“¿voy bien, Camilo?”), desapareció en una avioneta sin dejar rastros, después de arrestar a otro líder democrático anti soviético, Húber Matos, que fue juzgado por traidor y encarcelado 20 años. La KGB había tomado el control del estado cubano, y ese control se haría más fuerte y completo con el paso del tiempo, pero, de nuevo, nosotros, los fieles, los creyentes, los esperanzados, ignorábamos todo.
No hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor ciego que el que no quiere ver. Los fusilamientos con parodia de juicio en La Cabaña que operó el Che deberían habernos puesto sobre alerta. Nos dijimos que eran torturadores batistianos, y nos encogimos de hombros. Luego cayó Urrutia, con simulacro de renuncia de Fidel, y también.
En 1961 Fidel, desmintiendo sus juramentos humanistas y democráticos, se declaró marxista-leninista. Carlos Quijano escribió en Marcha un editorial incendiario, nacionalista y tercerista, osando increpar al héroe, al portaestandarte de nuestra fe. De nada sirvió, salvo para dejar en la Historia un testimonio de lucidez, valentía e independencia de juicio. Y valiente había que ser para desafiar al ícono, al mito, que Fidel ya era.
Nosotros nos aferramos a nuestra esperanza y empezamos a estudiar a Marx y a Lenin, nuevos profetas de las escrituras. No voy a contar aquí el camino por el cual eso nos llevó, pero sí que las advertencias sabias de Luce Fabbri contra la violencia y la clandestinidad no nos sirvieron de nada.
El despertar de los delirios utópicos de las sectas es casi siempre caerse del carro y quedar solo a la vera del camino. Pero es peor no hacerlo.
Una parte de la izquierda sigue soñando el sueño cubano y no quiere despertar, como no quiere despertar del sueño venezolano.
Es una droga que se paga caro.

Links

Artículo de perspectiva histórica sobre Cuba, de Enrique Krauze

Discurso de Fidel Castro en la Explanada Municipal de Montevideo el 5 de mayo de 1959.

Conducta Impropia - Un documental sobre los campos de concentración para homosexuales en Cuba, a través de testimonios de sobrevivientes, entre ellos el gran escritor Reynaldo Arenas.

Oswaldo Payá: El jefe de la oposición asesinado.

Ileana De La Guardia “Fidel hizo fusilar a mi padre”

Jorgito Kamankola y Pedro Alemany: Una canción dolida.