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lunes, 17 de marzo de 2014

La democracia y el terrorismo de estado

Es muy interesante la entrada del blog Zurdatupa, de Jorge Zabalza, “Pacto cívico-militar para el silencio y la impunidad” porque la mera enumeración de los últimos hechos, incluida la asunción del último comandante en jefe del ejército y sus declaraciones, pone en evidencia una trama de acción deliberada por la impunidad que no se veía desde los tiempos de Julio María Sanguinetti. Desde la inquietante declaración presidencial de que no quería “viejitos presos”, hasta el traslado de la jueza Mariana Mota, pasando por el ascenso de la logia Tenientes de Artigas en la jerarquía militar, con el viento a favor de una vieja complicidad urdida por el actual Ministro de Defensa y los “tenientes” torturadores en Aquella Época. Sin olvidar las increíbles declaraciones del nuevo comandante en jefe del Ejército, que hubieran merecido su destitución inmediata en un gobierno respetuoso de su jerarquía. Sacamos la foto siguiente de ese blog.


Vemos en esta foto a tres demócratas a pesar suyo y a un pobre turista extraviado que no sabe por qué está allí. Cree que allí se corta el bacalao, y el bacalao que se corta lo incluye a él. Me refiero a Astori, obviamente.


Las relaciones entre la democracia y el terrorismo de estado no son simples. Es común identificar Terrorismo de Estado y Dictadura, pero desgraciadamente está lejos de ser así. Veamos.

La democracia y el terrorismo de estado 1: Bordaberry

A pesar de algunos cuestionamientos, la elección de Juan María Bordaberry en 1971, a la sombra de la gran popularidad de Pacheco que por algunos votos no  pudo ser reelecto, fue neta. Los que identifican Democracia y elecciones libres deben aceptar que Bordaberry fue inicialmente un presidente democrático. Sin embargo, la violación flagrante de los derechos y garantías de las personas, capuchas, torturas, desapariciones y muertes, a favor de una decisión del Parlamento que las legalizó, empezó antes del Golpe de Estado, y siguió después. Todo el sistema democrático uruguayo apuntaló el terrorismo de estado, lo declaró necesidad nacional.

La democracia y el terrorismo de estado 2: Sanguinetti

Sanguinetti, presidente electo en medio de un gran entusiasmo ciudadano por la recién recuperada vida democrática, consagró la impunidad del terrorismo de estado del período anterior. Sacó una ley “de caducidad de la pretensión punitiva del Estado” y ganó un referendo que intentó derogarla. Se abrazó con, y tuvo de ministros a, militares activos en la dictadura. Fue un adalid de la impunidad, obstaculizó cuanto pudo la recuperación de la identidad de Macarena Gelman, hija de una militante argentina asesinada, apropiada por uno de sus próximos.

La democracia y el terrorismo de estado 3: el Ñato Huidobro

Es llover sobre mojado hablar de la adhesión incondicional del Ñato por el terrorismo de estado. Recordemos que hasta defendió a los militares uruguayos extraditados a Chile por el asesinato de Berríos, hoy condenados allá. Ver el blog de Zabalza, ya citado, para más datos.

La democracia y el terrorismo de estado 4: Mega Plan Cóndor en USA

Si “Plan Cóndor” se llamó a la concertación de las dictaduras del Cono Sur, con el apoyo logístico estadounidense, para el secuestro, la tortura, la desaparición y el asesinato de opositores políticos, es consternante ver un “Mega Plan Cóndor” puesto en marcha por G.W. Bush y sus aliados (España, Polonia, Gran Bretaña, etc.) operado con todos los recursos tecnológicos y financieros de esa gran democracia. Gran democracia, sí. Ese operativo fue parcialmente desactivado por el Presidente Obama -- subrayo: parcialmente. Secuestros, desapariciones y traslados secretos ilegales a distintos centros de tortura en el mundo (plan llamado en la nov-langue del terrorismo de estado, “extraordinary rendition”), asesinatos puntuales, misiles lanzados por aviones sin tripulación telecomandados (drones), espionaje generalizado, legal o ilegal, etc. Es anecdótico si en un bombardeo se asesina a los comensales de un casamiento, o si se destruye una casa modesta de campesinos, eso se llama “daños colaterales” en esa nov-langue de la agresión de la población civil por medios militares modernos. Los DD.HH. valen solamente para los ciudadanos norteamericanos que residen en la metrópolis, y hasta por ahí nomás. Pregúntele si no a Chelsea (antes Bradley) Manning, cómo fue tratada. En cambio, el asesinato deliberado de periodistas en misión por un helicóptero, que él denunció, no tuvo consecuencias para los perpetradores. La siniestra cárcel de Guantánamo sigue abierta. Allí se violan sistemáticamente, no solo los DD.HH. de los internos, sino las convenciones de Ginebra sobre prisioneros de guerra, por lo menos.
Sin embargo, las leyes represivas que han permitido algunas de estas cosas (otras fueron derecho viejo hechas ilegalmente), la Patriot Act, etc., fueron discutidas y aprobadas por el Parlamento, y el conjunto de las medidas represivas “anti terroristas” sigue en pie después de dos elecciones presidenciales perfectamente limpias.

Donde se oye decir “el pueblo votó”

Cuando se perdió el voto verde en 1989, es decir el referendo por la derogación de la ley de Caducidad, se oyó decir “el pueblo votó”, tanto por juristas y políticos de derecha como de izquierda. Lo mismo pasó en 2009 cuando se perdió el voto rosado, y se volvió a oír la misma canción en numerosas oportunidades cuando se discutía la anulación de la ley. La repiten como un exorcismo que suponen que neutraliza cualquier cuestionamiento de la ley.
Es una cantilena que vuelve una y otra vez esgrimida como argumento definitivo que cierra la discusión.
Lo que hay detrás de ese estribillo es la creencia de que la soberanía del pueblo en las urnas no tiene límites y, si al soberano se le antoja, lo mismo puede votar contra la ley de gravedad o restablecer la esclavitud por deudas, puede instaurar los sacrificios humanos para aplacar a los dioses o el garrote vil para los rapiñeros.

Pues no es así

Hay tratados internacionales que ligan a nuestro país y a nuestras instituciones al respeto de los DD.HH. y a la represión del terrorismo de estado; más importantes aún son los principios superiores que le dan sentido a nuestra democracia, y que prevalecen moralmente incluso sobre un pronunciamiento ocasional de las urnas. Ningún voto popular y parlamentario puede volver “justa” la esclavitud, la tortura o la desaparición forzada.
Algunas personalidades políticas que se precian de ser “hombres de Estado” creen saber que el arma del terrorismo de estado -- es decir, la persecución de enemigos internos o externos haciendo caso omiso de sus derechos como seres humanos -- es un recurso necesario, en algunos casos, al cual no se puede renunciar a priori, sinceramente. Se la puede condenar de boquilla, de los labios para afuera, pero cuidando de no disuadir o atemorizar a los que alguna vez pueden ser llamados a blandirla. Por eso, nada de castigo a los torturadores, nada de perseguir a los desaparecedores, nada de atemorizar al brazo armado del terrorismo de estado, tan necesario a los ojos de esta tendencia -- la cual incluye tanto gente de “izquierda” como de “derecha” -- de guardar en reserva para los días de necesidad.

Yo pienso que nuestro régimen político debe regirse por principios que están por encima de la “soberanía popular”, aunque por cierto que el gobierno por la mayoría es uno de esos principios. Asimismo, el respeto de la persona humana es otro de esos principios, y no es negociable.
Spinoza sintetiza esos principios rectores en dos, la caridad y la justicia: “[...] no cabe pensar nada más seguro para el Estado que poner la piedad y el culto religioso en las solas obras, esto es, en la sola práctica de la caridad y la justicia, y dejar el resto al libre juicio de cada uno.”
La caridad, interpreto, es la defensa de los débiles, y la justicia, creo,  es el respeto de los derechos de cada uno. El gobierno de la mayoría, directamente o a través de sus representantes, parece ser la mejor manera de arbitrar una autoridad respetada por todos, pero eso no le da derecho a atropellar los derechos básicos de los individuos.