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domingo, 14 de junio de 2015

¡Adiós Patonga!


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Patablanca, alias Patonga o El Pata.

Nunca supimos quién ni por qué les había cortado la cola. Llegaron así. Él y su hermana la Negrita aparecieron un día en el jardín de casa, enfermos y hambrientos, buscando familia. Tenían menos de un mes.
“¿Les habrán cortado la cola porque los creían de raza?”, nos preguntamos.
“¡Esto, de raza!” lanzó con desprecio una vecina de mala entraña, cuyo perro, nos dijo, costaba 400 dólares.
Sí, de mala entraña, pero tenía razón, de raza no eran esos cachorritos. Amorosos, conmovedores, mas irremediablemente bastardos, callejeros, descendientes de cruzas aleatorias, de encuentros fortuitos por los montes de Punta Colorada.
No estábamos preparados para tener perros, no sabíamos nada, en nuestra vida no había lugar, nuestra casa no se adaptaba, el jardín no tenía cerco: pensamos pues curarlos, vacunarlos y buscarles una familia de acogida.
Pero poco a poco se convirtieron en parte de la familia. Nos fueron ganando, nos divirtieron, nos conmovieron, nos asombraron. Como la vez que, durante un paseo, salió una perra recién parida y se lanzaron a la carrera para ponerse debajo e intentar mamar de sus tetas. La pobre perra huyó despavorida, claro.
El Pata, después de tres días de ayuno durante los cuales lo hidratamos con una jeringa, se puso a comer y a recuperar el tiempo perdido. A partir de ese momento no dejó de disfrutar de la vida y de darnos el ejemplo de disfrute y aceptación.
Los dos perritos jugaban interminablemente entre ellos, pero tenían cada uno su vida propia. Justamente, en sus andanzas la Negrita entró en conflicto con aquella vecina mala entraña y tuvimos que cederla a alguien de nuestra familia, con quien está hasta ahora, y que la guardan como un tesoro.
Luces y sombras del Pata: un perro obediente que entendió enseguida que no tenía que subirse a los sillones ni a la cama, que respetaba las prohibiciones que los humanos le imponían. Un perro amigo, afable, juguetón, que nunca en su vida atacó a una persona, aunque metía miedo con sus ladridos si algún extraño se acercaba. Un guardián seguro, un valiente defensor de sus amos: más de una vez plantó cara a jaurías amenazantes para defendernos. En la soledad del monte, Patonga era un compañero que inspiraba confianza.
Y sombras: Su enemistad con los carteros, los tomadores de consumo y las bicicletas nos obligó a atarlo a menudo, para evitar sustos y zozobras a paseantes desprevenidos, que no podían saber que era sin peligro.
Vivió así sus años, disfrutando de los paseos por el monte, de levantar perdices, de correr ñandúes (sí, los hubo, por descuido de un criadero vecino) y chiricotes, de sus relaciones tormentosas con las perras del barrio, de correr autos.
Vivió sus años, y ahora lo perdimos prematuramente. ¡Cómo lo extrañamos!
¡Adiós Patonga!

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