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miércoles, 29 de mayo de 2013

Amodio y su traición

El relato tupamaro

Por alguna razón que escapa a mi entendimiento, los uruguayos somos insaciables de épica tupamara, por modesta y gris que sea, que lo es. Cualquier libro que trate de ellos tiene la inmediata atención del público.
Esta épica tiene una peculiaridad: se pretende verdadera, proclama su carácter de “historia”, afirma que trata de sucesos reales, de hechos acontecidos. También en el cine tiene gran favor el género documental, con la misma pretensión: ser verdadero, no ser “ficción”.
La literatura apologética ha inundado así nuestras librerías. Lo que Hebert Gatto llama la “literatura de las virtudes” anda viento en popa.

La sed de relato tupamaro encontró una nueva fuente la semana pasada con la “aparición” de Héctor Amodio Pérez, el traidor. Y otra vez, toda la parafernalia de la jerga, los “nombres de guerra”, los “berretines”, los locales, las columnas, los CE, y la calesita de las direcciones, de que quién tomó cuál decisión, y quién no.
Concretamente, los verdaderos crímenes del MLN (el asesinato de Pascasio Báez, el de los cuatro soldados y los del 14 de abril), buscan responsables, ya que no autores. Quién decidió, quién aprobó, quién asintió. Amodio dice que él no. Y que Sendic sí.
Sería un tema de menor importancia si no se tratara de una de las religiones más importantes con curso en la izquierda uruguaya. Porque no es otra cosa que religión el contexto de ese relato, de esa épica, porque es creída, es tomada por verdadera, y porque distribuye los puntos del bien y del mal, pone en escena roles de buenos y generosos contra malos y asesinos.
Se tilda a  Amodio de Judas, pero parece útil recordar que en esta historia no hay un príncipe de la esperanza, un Jesús, un salvador o un mesías para traicionar, un personaje que haga del desleal Amodio un “Judas”. Porque para que haya Judas tiene que haber Jesús, y no es el caso. El MLN era un grupo, no era ni una nación ni un colectivo de fe, no tenía espesor histórico ni real ni imaginario, y se disolvió al primer embate, como no la habría hecho jamás una religión profética. Por ejemplo, los Falun Gong en China resisten mejor.
¿Traidor? Sí, porque siendo uno de  los jefes colaboró con el enemigo de la organización a la que pertenecía, cambió de bando, y se benefició con ello. El ladrón lo es porque roba, no importa qué. Este es un traidor a un grupo que se vanagloriaba de ser de pocas palabras (“las acciones nos unen, las palabras nos separan”), de pocas ideas, porque ellas incitan al “garganteo”, muy mediático, triunfalista, y que hacía del poder su único dios.

Y la historia de Amodio es justamente la de la lucha por el poder en una organización guerrillera que se creía triunfante y que se descompuso en el momento de la derrota; se trata de los que ganaron y de los que perdieron.
Para usar parangones históricos habría que hablar, salvando las distancias, no del Judas del MLN, sino del Trotski tupamaro, el derrotado en la lucha por el poder. El hecho de que unos hayan ido a prisión y otro al exilio, a la clandestinidad y al anonimato, se disuelve en la perspectiva de los años. Hoy están, los primeros en la presidencia de la república, en el ministerio de defensa o en la notoriedad pública, mientras que el otro sale penosamente del ostracismo y de la ignominia. Está muy claro quién ganó y quién perdió.

La teoría de los dos demonios

La disputa histórica sobre quién o qué causó el advenimiento de la dictadura cívico-militar que castigó al país del 1973 a 1985 pone frente a frente varias teorías: unos acusan a las FF.AA., otros a la izquierda revolucionaria, principalmente el MLN, y otros aún afirman que son dos los males que aquejaron al país, los militares y los tupamaros, los dos igualmente graves; esta última es la “teoría de los dos demonios”. La historia desmiente a unos y a otros. Los hechos son que el MLN y todos los movimientos guerrilleros estaban derrotados antes del golpe de estado, pero que la conflictividad sindical sí era altísima y estaba causada por la crisis socioeconómica general que vivía el Uruguay desde hacía muchos años, crisis que los partidos gobernantes habían sido incapaces de resolver o amortiguar. La teoría de los dos demonios tiene el gran defecto de pasar por alto la responsabilidad del sistema político, que fue clientelista, excluyente y cerrado durante el siglo XX, además del error de olvidar la asimetría fundamental entre quienes actuaban en nombre del Estado y quienes no.
El relato de Amodio devuelve el protagonismo al grupo guerrillero, como si este hubiera sido determinante de algo en el destino del país, como si ese destino estuviera en juego en las opciones divergentes de la dirección del MLN de entonces. Es una teoría de los dos demonios, de otra manera. Amodio está convencido, aún hoy, de la importancia y de la trascendencia de lo que hizo o quiso hacer. Cree que algo hubiera cambiado si él hubiera tenido las riendas de la organización, como si un Trotski en el poder en lugar de Stalin hubiera podido cambiar el curso de la historia y hacer del socialismo en la URSS algo viable y humano.

¿Qué cambió?

La distancia de los años debería haberles dado una idea del calado que se gastan las tendencias que modelan realmente la historia de un país. ¿Los movimientos guerrilleros de los años 60 y 70 cambiaron algo en el Uruguay? La respuesta está más arriba: sí, cambiaron la narrativa, el modo en que nos vemos a nosotros mismos, las historias que nos contamos. También, en relación con eso, la experiencia de la dictadura, de la prisión y del exilio cambió nuestro modo de mirarnos a nosotros mismos.
Aún así, se me escapa la razón de la pasión por el protagonismo tupamaro. Es un género ficcional que no me engancha, que me parece repetitivo, chato; la gloria en juego me parece vacía, el objetivo de todo, ausente. Creo que la narrativa tiene que ser otra, que nuestra aventura debe ser contada de otro modo. Es lo que me he esforzado en hacer en las novelas Fratelli y La Tinta Invisible.

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