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lunes, 19 de mayo de 2014

El enemigo fantasma - Gastos militares y terrorismo de estado

Durante la Guerra Fría (1947-1992) cada una de las grandes potencias del mundo bipolar, los EE.UU. versus la U.R.S.S., tenía su enemigo declarado y notorio, y nadie necesitaba exagerar la peligrosidad y la maldad del adversario, era algo evidente, tangible y real.
Mi posición en política internacional era “tercerista” al modo de Carlos Quijano, siguiendo a Nehru y a Sukarno, líderes del mundo “no alineado” de Aquella Época. Seguí siendo tercerista como partidario y defensor de la Revolución Cubana, hasta que el control de la U.R.S.S. sobre la Isla se hizo palpable. Luego, durante un breve lapso, creí en la Revolución China de Mao-Tse-Tung como realización de la justicia y la equidad. Aún entonces era tercerista.
Dejé de serlo cuando aquella pareja dialéctica que había magnetizado y condicionado todos los conflictos de su época, imponiéndoles una semántica que los trascendía, se disolvió. No hubo síntesis de esa contradicción, contrariando a Hegel. Sigo siendo tercerista, pero en sentido figurado, evito quedar preso de dicotomías, de parejas enemigas que quieren reducir las opciones del mundo a su oposición agonística: Nacional o Peñarol, Kirchner o Clarín, liberalismo o socialismo; pero el tercerismo ya no es lo mismo después de la Guerra Fría, es un tercerismo filosófico, casi literario.
La caída del muro de Berlín en 1989 y la disolución de U.R.S.S. en 1992, dejó a EE.UU. como cumbre solitaria, única potencia hegemónica, cargando con un enorme complejo militar-industrial y un aparato de inteligencia en peligro de convertirse en chatarra de otra época, un aparato a la búsqueda de un sentido y una nueva razón de ser que justificara las enormes partidas presupuestales que consumían. Sentido y razón de ser que no tardaron en encontrar, por no decir fabricar.
Y esa razón de ser no surgió ni de los múltiples enfrentamientos armados locales que se alumbraron en el mundo de la posguerra (fría) ni de la “guerra a la droga” declarada por el puritanismo represivo estadounidense, conflictos estos que sí sirvieron de excusa a algunas intervenciones puntuales, pero cuya envergadura no alcanzaba la talla requerida para satisfacer el hambre del Leviatán.
Entonces ocurrieron, como una “divina sorpresa” para el complejo militar-industrial y el aparato de inteligencia, los sucesos del 11 de setiembre de 2001.

Hay quien comparó el atentado de las Torres Gemelas con el ataque a Pearl Harbor por Japón en diciembre de 1941. El ataque japonés sacudió la conciencia del pueblo estadounidense y permitió al Presidente Franklin D. Roosevelt declarar la guerra y movilizar el enorme potencial militar e industrial de EE.UU. en los frentes del Pacífico y de Europa. Roosevelt quería acudir en auxilio de una Gran Bretaña en peligro, pero hasta ese momento tenía las manos atadas. El ataque japonés lo desató. Gore Vidal, en su ensayo “Perpetual War For Perpetual Peace” de setiembre de 2001, dice que el atentado del 11 de setiembre fue distinto de Pearl Harbor porque F.D.R. de alguna manera “provocó a los japoneses” para que atacaran, y, subraya, hasta donde se sabe, G.W. Bush no tuvo que ver con este.

El atentado contra las Torres Gemelas del World Trade Center fue bien aprovechado por Bush y su equipo. No digo que lo hayan provocado u organizado, no, pero como mínimo les vino bien. Lo cierto es que la situación política estadounidense se dio vuelta, se hicieron posible leyes que antes no lo eran, se votó el “Patriot Act”, que da enormes poderes al Presidente y a las FF.AA.. La “guerra contra el terrorismo” dio rienda suelta a la vigilancia universal y a los delirios más paranoicos. Y se estableció un aparato institucional que no se imaginaba posible en el contexto de las libertades que hasta entonces habían enorgullecido, con razón, a los estadounidenses. Una corte de justicia secreta, que emite fallos secretos en base a leyes secretas. Un aparato de Inteligencia que puede emitir, y lo hace por millares, “cartas de seguridad nacional”, que obligan al destinatario a rendir una información, por ejemplo el contenido de los mensajes intercambiados sobre un servidor, pero que este destinatario, el operador de dicho servidor, tiene prohibido hacer pública, so pena de prisión. Tiene que obedecer, y quedarse callado.

Gore Vidal dice, ya en 2001, “[...] finalmente, el daño físico y material que Ossama [Bin Laden] y sus amigos pueden hacernos -- tremendo como lo ha sido hasta ahora -- no es nada comparado con lo que le está haciendo a nuestras libertades.

Otra analogía histórica propuesta para el atentado del 11 de setiembre de 2001 es el incendio del Reichstag, aquel complot que tuvo lugar en 1934 contra el edificio del parlamento alemán, organizado por los nazis valiéndose de un desequilibrado, para fundar su asalto a las instituciones y sus medidas liberticidas. La razón me dice que la verdad debe de ser algo entre medio, ni tanto ni tan poco. Ni la completa inocencia ni la diabólica confabulación en la cumbre.
Sea como fuere, el espectáculo del derrumbe de las Torres provocó en la opinión estadounidense un estado de shock tal que dejó pasar todo lo que sobrevino en su estela siniestra: la vigilancia y el control generalizado en lo interno y, en lo externo, primero la invasión de Afganistán y luego la de Irak. Y, por supuesto, también el recurso intensivo al terrorismo de estado -- secuestros, desapariciones y torturas -- como subproducto de la “guerra al terror”.

Guerras costosísimas y sangrientas, donde se consumen y destruyen, además de vidas humanas, cantidades ingentes de productos de la industria del armamento, así como servicios y productos de otras empresas, todas del complejo militar-industrial del país del norte. Desde mi punto de vista considero que es anecdótico el hecho de que algunos altos dirigentes del estado hayan tenido vínculos con las empresas que se benefician directamente con la guerra; el caso de Dick Cheney, el vicepresidente de Bush, vinculado a Halliburton, es notorio. Ese no es el punto.

El punto es que el complejo militar industrial y el aparato de inteligencia encontraron un enemigo para reemplazar al de la Guerra Fría, un demonio para asustar a todo el país y seguir el “business as usual”. El punto es que encontraron un camino para seguir acrecentando el poder del Estado, un poderío que se mide materialmente en partidas presupuestales, en gente empleada, en desarrollo de armas y, muy importante, en impunidad de sus acciones y en su capacidad para imponer su voluntad a la ciudadanía.

El enemigo que encontraron es inasible, es uno que está en todos lados y en ninguno, es un adversario que no se puede cuantificar, ubicar, limitar en un mapa. Puede estar en por doquier, ser cualquiera, es ubicuo y polimorfo, puede asumir formas inesperadas y concebir planes diabólicos. Es un enemigo fantasma. El enemigo ideal para justificar cualquier desmán, como la invasión de Irak.

¿Quiere esto decir que el terrorismo no existe? ¿Que no hay que combatirlo con medios importantes? De ningún modo. Quiere decir que blandir la amenaza terrorista para conseguir que renunciemos a las libertades, que renunciemos a la libertad, es inadmisible, es volver al medioevo, al tiempo en que los señores prometían la defensa contra los invasores y piratas a cambio de la servidumbre de los protegidos.

Muy sugestivo es el cuadro de gastos militares y en armamento, globales y por países en 2012, publicados en la página de Global Issues, que recomiendo mirar.
EE.UU., él solo, contribuye con casi el 40% de los gastos militares totales del mundo, cifras de 2012. El presupuesto militar estadounidense se duplicó entre 2001 y 2013, y supera, él solo, a los cuatro países que le siguen, sumados (!). Estos son: China, Rusia, UK y Japón.



Links:
Global Issues: www.globalissues.org
En particlar, consultar World Military Spending.

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