El relato tupamaro
Por
alguna razón que escapa a mi entendimiento, los uruguayos somos
insaciables de épica tupamara, por modesta y gris que sea, que lo es.
Cualquier libro que trate de ellos tiene la inmediata atención del
público.
Esta
épica tiene una peculiaridad: se pretende verdadera, proclama su
carácter de “historia”, afirma que trata de sucesos reales, de hechos
acontecidos. También en el cine tiene gran favor el género documental,
con la misma pretensión: ser verdadero, no ser “ficción”.
La
literatura apologética ha inundado así nuestras librerías. Lo que
Hebert Gatto llama la “literatura de las virtudes” anda viento en popa.
La
sed de relato tupamaro encontró una nueva fuente la semana pasada con
la “aparición” de Héctor Amodio Pérez, el traidor. Y otra vez, toda la
parafernalia de la jerga, los “nombres de guerra”, los “berretines”, los
locales, las columnas, los CE, y la calesita de las direcciones, de que
quién tomó cuál decisión, y quién no.
Concretamente,
los verdaderos crímenes del MLN (el asesinato de Pascasio Báez, el de
los cuatro soldados y los del 14 de abril), buscan responsables, ya que
no autores. Quién decidió, quién aprobó, quién asintió. Amodio dice que
él no. Y que Sendic sí.
Sería
un tema de menor importancia si no se tratara de una de las religiones
más importantes con curso en la izquierda uruguaya. Porque no es otra
cosa que religión el contexto de ese relato, de esa épica, porque es
creída, es tomada por verdadera, y porque distribuye los puntos del bien
y del mal, pone en escena roles de buenos y generosos contra malos y
asesinos.
Se
tilda a Amodio de Judas, pero parece útil recordar que en esta
historia no hay un príncipe de la esperanza, un Jesús, un salvador o un
mesías para traicionar, un personaje que haga del desleal Amodio un
“Judas”. Porque para que haya Judas tiene que haber Jesús, y no es el
caso. El MLN era un grupo, no era ni una nación ni un colectivo de fe,
no tenía espesor histórico ni real ni imaginario, y se disolvió al
primer embate, como no la habría hecho jamás una religión profética. Por
ejemplo, los Falun Gong en China resisten mejor.
¿Traidor?
Sí, porque siendo uno de los jefes colaboró con el enemigo de la
organización a la que pertenecía, cambió de bando, y se benefició con
ello. El ladrón lo es porque roba, no importa qué. Este es un traidor a
un grupo que se vanagloriaba de ser de pocas palabras (“las acciones nos
unen, las palabras nos separan”), de pocas ideas, porque ellas incitan
al “garganteo”, muy mediático, triunfalista, y que hacía del poder su
único dios.
Y
la historia de Amodio es justamente la de la lucha por el poder en una
organización guerrillera que se creía triunfante y que se descompuso en
el momento de la derrota; se trata de los que ganaron y de los que
perdieron.
Para
usar parangones históricos habría que hablar, salvando las distancias,
no del Judas del MLN, sino del Trotski tupamaro, el derrotado en la
lucha por el poder. El hecho de que unos hayan ido a prisión y otro al
exilio, a la clandestinidad y al anonimato, se disuelve en la
perspectiva de los años. Hoy están, los primeros en la presidencia de la
república, en el ministerio de defensa o en la notoriedad pública,
mientras que el otro sale penosamente del ostracismo y de la ignominia.
Está muy claro quién ganó y quién perdió.
La teoría de los dos demonios
La
disputa histórica sobre quién o qué causó el advenimiento de la
dictadura cívico-militar que castigó al país del 1973 a 1985 pone frente
a frente varias teorías: unos acusan a las FF.AA., otros a la izquierda
revolucionaria, principalmente el MLN, y otros aún afirman que son dos
los males que aquejaron al país, los militares y los tupamaros, los dos
igualmente graves; esta última es la “teoría de los dos demonios”. La
historia desmiente a unos y a otros. Los hechos son que el MLN y todos
los movimientos guerrilleros estaban derrotados antes del golpe de
estado, pero que la conflictividad sindical sí era altísima y estaba
causada por la crisis socioeconómica general que vivía el Uruguay desde
hacía muchos años, crisis que los partidos gobernantes habían sido
incapaces de resolver o amortiguar. La teoría de los dos demonios tiene
el gran defecto de pasar por alto la responsabilidad del sistema
político, que fue clientelista, excluyente y cerrado durante el siglo
XX, además del error de olvidar la asimetría fundamental entre quienes
actuaban en nombre del Estado y quienes no.
El
relato de Amodio devuelve el protagonismo al grupo guerrillero, como si
este hubiera sido determinante de algo en el destino del país, como si
ese destino estuviera en juego en las opciones divergentes de la
dirección del MLN de entonces. Es una teoría de los dos demonios, de
otra manera. Amodio está convencido, aún hoy, de la importancia y de la
trascendencia de lo que hizo o quiso hacer. Cree que algo hubiera
cambiado si él hubiera tenido las riendas de la organización, como si un
Trotski en el poder en lugar de Stalin hubiera podido cambiar el curso
de la historia y hacer del socialismo en la URSS algo viable y humano.
¿Qué cambió?
La
distancia de los años debería haberles dado una idea del calado que se
gastan las tendencias que modelan realmente la historia de un país. ¿Los
movimientos guerrilleros de los años 60 y 70 cambiaron algo en el
Uruguay? La respuesta está más arriba: sí, cambiaron la narrativa, el
modo en que nos vemos a nosotros mismos, las historias que nos contamos.
También, en relación con eso, la experiencia de la dictadura, de la
prisión y del exilio cambió nuestro modo de mirarnos a nosotros mismos.
Aún
así, se me escapa la razón de la pasión por el protagonismo tupamaro.
Es un género ficcional que no me engancha, que me parece repetitivo,
chato; la gloria en juego me parece vacía, el objetivo de todo, ausente.
Creo que la narrativa tiene que ser otra, que nuestra aventura debe ser
contada de otro modo. Es lo que me he esforzado en hacer en las novelas
Fratelli y La Tinta Invisible.